“Flagelé su cuerpo desnudo hasta que le brotó sangre de las piernas. Le corté las orejas, la nariz, le rajé la boca de oreja a oreja. Le arranqué los ojos. Le clavé un cuchillo en el vientre y acerqué la boca a su cuerpo para beberme su sangre. Entonces murió…”
Confesión de Albert Fish a la madre de una de sus víctimas.
Hacer que una persona encaje en los términos de perversidad
pura puede ser difícil. Todos, de una forma u otra, estamos a la mitad del
camino entre lo que es bueno y lo que es malo.
Pero hay seres de excepción. Uno de ellos fue Albert Fish,
un hombre que, definitivamente, era malo. Un verdadero hijo de puta.
Fish nació en Washington D.C., Estados Unidos, en 1870.
Huérfano de padre a los cinco años, su entorno familiar no era lo más
recomendable. Su madre sufría de
alucinaciones y escuchaba voces. Un diagnóstico actual la definiría como
esquizofrénica. Las perturbaciones mentales, además, atormentaban a dos de sus
tíos, quienes murieron en un psiquiátrico. Una de sus hermanas heredó esta
condición.
A consecuencia de la pobreza, la madre de Fish lo internó en
un orfanato mientras ella trabajaba. Allí, el pequeño granuja descubrió algo
que habría de marcar su vida: disfrutaba del dolor. Masoquista como pocos, llegaba
al orgasmo con los abusos físicos y sexuales de otros niños o los cuidadores.
Ya con 20 años, Albert Fish comienza a andar por el mundo entre
falsificadores y prostitutos. Él mismo participaría en ambas actividades, todo
ello marcado por la fuerte idea del pecado y la manía religiosa. Pensaba que la
única forma de purificar un alma pecadora era con el dolor físico.
Por increíble que parezca, hubo una mujer que amó a Fish,
tan es así que se casaron y tuvieron hijos. Ya como padre de familia, Albert no
olvidaba sus placeres masoquistas. Pedía a sus hijos que lo azotaran con una
tabla que había construido especialmente con puntas filosas o con ramas de
rosas llenas de espinas. Otra de sus aficiones era introducir bolas de algodón
empapadas en alcohol a través del ano y, una vez dentro, prenderles fuego.
Radiografía de Alber Fish, donde son visibles las agujas |
Pero, sin duda, más extremo de sus placeres masoquista fue
colocarse agujas bajo las uñas o en sus testículos. Hay que imaginar el dolor
que experimentó con ello.
Algo en la cabeza de Fish comenzó andar peor. Empezó, como
su madre, a alucinar y escuchar voces. Voces que se identificaban como el
apóstol San Juan o como Dios Padre, revelándole que él era Jesús y debía
realizar sacrificios. Por eso, se volvió común que sus hijos lo vieran andar
desnudo hacia las colinas, detenerse en lo más alto, levantar los puños hacia
el cielo y gritar “¡soy Cristo!, ¡soy Cristo!”
Y empezó la orgía de sangre.
Billy Gafney, Grace Budd, son sólo algunos de los nombres de
sus víctimas. Albert Fish reconoció haber asesinado a, por lo menos, 15 niños y
haber abusado de más de 100. Solía escogerlos de entre los lugares más
miserables. Niñas y niños no mayores a los 10 años, que, tras torturarlos, eran
devorados. Por alguna razón, prefería a los de raza negra.
La policía lo aprendió el 13 de diciembre de 1937. Su error
fue enviar una carta a la madre de una de sus víctimas, donde narraba con
morbosos detalles su asesinato y canibalismo.
Era obvio que no tendría salvación. Su condena fue la silla
eléctrica.
Lo irónico es que para el masoquista Fish esto fue una
bendición. Le excitaba la idea del dolor que sufriría. Incluso preguntó si
estaría consciente al momento en que la electricidad corriera por todo su
cuerpo, porque el placer de morir era el único dolor que le faltaba por probar.
El día de su ejecución fue necesario echar a andar la silla
eléctrica por dos ocasiones, ya que las agujas en el interior de su cuerpo
causaron fallas en este aparato.
Cosa curiosa, antes de que se descubriera su vida oculta, Albert Fish tenía fama de
ser un buen padre.
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